Las revoluciones del giroscopio mantienen su eje apuntando en una dirección. Mientras más rápido es su girar, con más fuerza apunta. El giroscopio es una metáfora de la reflexión. Dar vueltas a un tema nos da rumbo sólido. Cuando tenga una columna, se llamará así: giroscopio

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martes, 22 de diciembre de 2009

La violencia como tema límite de la ética: una aproximación desde el pensamiento de René Girard

La violencia como tema límite de la ética: una aproximación desde el pensamiento de René Girard
Carlos López Zaragoza
Universidad de Guadalajara

Conferencia dictada en el encuentro entre filósofos mexicanos y colombianos durante la FIL 2007


La ética en todas sus versiones y modos asume como presupuesto antropológico la capacidad de decisión libre. Solo si somos libres de actuar de un modo o de otro podemos hablar de elecciones buenas o malas. En la naturaleza no hay buenos y malos porque no hay libertad. El automatismo y la programación, el comportamiento cíclico del que no se pueda escapar, son incompatibles con la ética. Somos libres en la medida en que no somos previsibles, o por lo menos no totalmente previsibles.

Mucho se ha dicho que nuestro comportamiento no es libre. La aparente libertad en realidad sería explicada mediante los condicionamientos que nos imponen el subconsciente, la historia, el estrato socioeconómico, los genes y hasta la alimentación. Sin embargo, mientras haya instituciones de impartición de justicia estaremos afirmando con los hechos que creemos más en la libertad que en los discursos que la niegan.

La libertad es una consecuencia de la racionalidad. Hace unos momentos decía que somos libres en la medida que somos imprevisibles. Esto no debe entenderse como una justificación del comportamiento arbitrario o caótico. Con ello sólo me refiero a que podemos hablar de comportamiento libre en la medida en que haya autoposesión. Se libre es lo mismo que poder dirigir de modo autónomo nuestras propias acciones. Esto no es posible sin la razón que escapa la fatalidad de la naturaleza. La libertad no es otra cosa que la razón con su autonomía aplicada a la praxis.

Situar la violencia dentro de la ética, es decir, delimitar las condiciones en las que sería lícito recurrir a ella, es complicado. Un primer requisito evidente para ello sería mantener siempre su recurso como una opción, como algo por lo que se opta o se escoge. Si se pierde esto, en realidad se es poseído por la violencia y su frenesí, cerrando el espacio a un modo de proceder razonable. Obviamente no se trata de la única condición para garantizar el recurso ético a la violencia. Bien podría reprobarse una acción violenta totalmente pensada. Pero condenar la acción implica que se podía actuar de otra manera, o sea que se actúo libremente.

A pesar de tener abierta, al menos en apariencia, la posibilidad de una acción violenta pero ética, las distintas corrientes de pensamiento ético parecen proclives a su condenación total. No obstante todas ellas, con la única posible excepción de la ética kantiana, tienen problemas para argumentar conclusivamente en ese sentido. Abundan las ambivalencias cuando se reflexiona sobre la violencia. Por ejemplo, no es muy difícil encontrar gente que dice que para ella la vida humana es un absoluto moral, pero no tienen un rechazo tan tajante de la pena de muerte. Además se contempla la posibilidad de quitar la vida en legítima defensa. Para otros es factible recurrir a ella si el cálculo utilitarista así lo aconseja. A veces se habla de guerra justa y de uso legítimo de la fuerza. Quizá la única ética que puede dar verdaderos absolutos morales es la kantiana, como ya habíamos dicho.

Lo que las éticas condenan unánimemente es el abrazar la violencia dejándola actuar libremente, sin freno. Abandonarse al frenesí y fascinación por la venganza sin límite es considerado infrahumano e irracional, a pesar de que sólo el hombre y unas pocos tipos de monos son capaces de quitar la vida a los de su propia especie.

Nos aterra abandonarnos a la violencia-venganza porque ésta exige siempre más. La venganza solo es venganza cuando ha sobrepasado apabullantemente a la ofensa. La ley del talión, el famoso “ojo por ojo, diente por diente” que aparece en la Biblia, suena a nuestros oídos brutal, pero si se observa a la luz de la naturaleza de la venganza se ve claramente que su propósito es evitar ser poseídos por ella tal como es. La ley del talión trata de frenar la violencia derivada de la venganza para que se mantenga dentro de la acción racional: la venganza se debe detener en la igualación a la ofensa, es decir en la restitución del orden anterior a ella. La ley del talión nos recuerda que no debemos dejarnos llevar por la pulsión de muerte que experimentamos cuando fuimos víctimas de un agravio.

Pero, ¿es esto posible? ¿Es posible sentirse saciado con el “ojo por ojo” cuando se ha embarcado uno en la búsqueda del desquite? ¿Es posible emprender la venganza y luego frenarla? Las instituciones de impartición de justicia presentes en el Estado Moderno parecen asumir que no. «Si la venganza es un proceso infinito, no se le puede pedir que contenga la violencia, cuando ella es, para ser exactos, lo que se trata de contener»1. Las instituciones de impartición de justicia más bien exigen renunciar totalmente a la venganza, a “hacer justicia por propia mano”, como suele decirse con un eufemismo, para que el Estado como ente abstracto castigue el agravio siguiendo leyes también abstractas. La impartición de justicia esconde lo más posible el rostro del agresor y el de la víctima para romper el círculo de la venganza. Tal parece que se desconfía de la capacidad del hombre como individuo de detener su propia venganza. La libertad no nos alcanza para actuar correctamente al restablecer ofensas graves.

Entonces, el binomio razón-libertad del que hablamos al principio, ¿cómo debe enfrentar al tema de la violencia? ¿Está claro cómo debemos actuar de modo ético, de modo humano, cuando se experimenta la violencia? Estrictamente no. De lo único que estamos seguros es que ante este fenómeno se debe evitar siempre que sea posible la venganza personal, pues esta trae consigo la venganza de la venganza y así el fuego de la violencia termina arrasándolo todo.

Aquí es donde recurro al autor que mis alumnos aquí presentes ya saben que ocupa mi pensamiento últimamente. Las ideas del pensador francés René Girard nos pueden servir para aclarar un poco más este asunto.

Basándose en el análisis antropológico, en la psicología y en la observación directa, Girard sostiene que la naturaleza del deseo es mimética.

«El rival desea el mismo objeto que el sujeto. Renunciar a la primacía del objeto y del sujeto para afirmar la del rival, solo puede significar una cosa. La rivalidad no es el fruto de la convergencia accidental de los dos deseos sobre el mismo objeto. El sujeto desea el objeto porque el propio rival lo desea. Al desear tal o cual objeto, el rival lo designa al sujeto como deseable. El rival es el modelo del sujeto, no tanto en el plano superficial de las maneras de ser, de las ideas, etc., como en el plano más esencial del deseo»2.

Esto es terriblemente problemático porque la convergencia en el objeto deseado lleva al conflicto. El modelo se convierte en obstáculo que hay que sortear para llegar a lo deseado. Al ser despojado, el modelo ahora es una parte agraviada, que intentará restituir el orden original y además castigar que se haya roto. Así comienza la espiral de la violencia-venganza de la que hablábamos antes. La atención de los rivales pronto deja de centrarse en el objeto que inició el conflicto y se coloca ahora recíprocamente uno en el otro. Entre más enconado sea el conflicto, más parecidos, más iguales serán los rivales, y más encarnizada será su lucha.

«Este deseo mimético coincide con el deseo impuro; motor de la crisis sacrificial, destruirá toda la comunidad de no existir la víctima propiciatoria para detenerlo, y la mimesis ritual para impedirle desencadenarse de nuevo»3.

La cita anterior hace referencia a la segunda gran intuición de Girard. La sociedad sólo es posible porque en la antigüedad se descubrió o inventó el mecanismo capaz de contener la expansión endémica de la violencia-venganza. Este fue la ejecución de la víctima propiciatoria que con su muerte da aparición a lo sagrado y a su ritualización.

Ahora pueden darse cuenta de que antes usé tramposamente las ideas de Girard cuando describí la solución que el Estado ofrece para la violencia. Las instituciones de impartición de justicia repiten la lógica del sacrificio de la víctima propiciatoria, y ambos tienen la misma finalidad; es decir: ambos tratan de detener la violencia mediante la participación despersonalizada de todos en la ejecución del culpable: en el sacrificio de modo real y en la impartición de justicia de modos simbólico y abstracto. El sujeto y el modelo nunca deben aparecer personalizados so pena de que siga el conflicto.

La relaciones entre libertad, razón y violencia son más complejas de lo que apuntábamos anteriormente. Por lo pronto habría que concluir que la contraposición entre razón y violencia no es tan neta como de primera impresión pudiera parecer.

Esto nos lleva a una última consideración. La violencia no puede conjurarse con una ética individual, o con una razón práctica referida exclusivamente al actuar individual. Mientras se permanece en ese plano siempre puede aparecer como razonable contestar el agravio, responder a la violencia con la venganza. Al individuo ofendido le parece muy adecuado devolver la ofensa. La solución de la violencia pasa por una racionalidad que podemos calificar de “social”. Solo cuando se piensa desde el «nosotros» la violencia es vista como intrínsecamente perversa. La violencia es perversa para la sociedad de manera muy clara, para el individuo no tanto. Mientras no se estable el «nosotros» empático con los que están en conflicto se les puede observar con fascinación en su lucha. Al incorporarlos al «nosotros» nos acercamos a separarlos.

Tal vez sea por esto que la ética del viejo Aristóteles se planteaba en función de la política. La constitución del «nosotros» dota de más argumentos para la acción buena al hombre sólo. La pertenencia libre a la comunidad, conjura el surgimiento de la violencia.

Finalmente voy a matizar esta última observación. El “nosotros” comunitario ayuda a conjurar la violencia, pero sólo en el caso que sea un “nosotros débil”, es decir, un “nosotros” formado por individuos libres. Así retomamos el argumento con el que iniciamos este trabajo. Los “nosotros” fuertes son los que se constituyen en oposición a un ellos, o los que tienden a abarcar todas las dimensiones de lo humano. La comunidad conjura la violencia cuando se pertenece a ella libremente, cuando se escoge pertenecer a ella. En la medida en que los ámbitos de autonomía son cerrados la comunidad pierde su virtud sanadora.


1. René Girard, La violencia y lo sagrado, p. 25, Anagrama, Barcelona 1995.
2. Id. p. 152.
3. Id. p. 55.

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