Hace bastantes años estuve a cargo de un grupo de jóvenes franceses que vinieron a México como voluntarios para ayudar al desarrollo.
Durante unas semanas trabajamos en una escuela ubicada en una zona marginal del Estado de México pintando bancas, pupitres y paredes. También plantamos árboles en los jardines, y colocamos, en colaboración con el Ayuntamiento, la numeración oficial en las casas del pueblo donde está la escuela.
Por las tardes, y los fines de semana, llevaba a los franceses a hacer turismo. Entonces experimenté algo que me molestaba mucho en ese momento. Ellos se fijaban sobremanera en la miseria que veían a su alrededor, en el mendigo que pide limosna en el semáforo, en los lisiados que hacen lo mismo afuera de los templos, en las marías que se encuentran de rodillas en las esquinas. Inconscientemente, yo pensaba que el contacto con el subdesarrollo era por las mañanas y "la vida normal" por la tarde.
Pasado el tiempo, mientras estudiaba, tuve oportunidad que vivir cinco años en Italia. Algo que me sorprendió fue que las personas con las que convivía estaban interesadas en cuestiones públicas que en México son lejanas a alguien de la llamada clase media; los profesionistas siguen con mucha atención las noticias sobre las variaciones en el salario mínimo, la calidad de los hospitales públicos, la introducción de autobuses con facilidades para discapacitados, el estado de los parques, los resultados de las escuelas publicas en la prueba PISA, etcétera.
En México, esas cuestiones interesan poco a la clase media; vamos a hospitales privados, tenemos nuestro propio transporte, se entra en los parques pagando, nuestros hijos van a una escuela privada. Entre los europeos, los diques que separan las clases sociales son mucho menores que aquí, por esto tienden a ver la desgracia ajena como propia. De ahí su gran interés por lo público, y su empatía y preocupación con los menos favorecidos.
Mis cinco años en Europa no tuvieron interrupciones. Nunca vine a México durante ese tiempo. Al regresar descubrí en mí las actitudes de los visitantes que antes me molestaban. La pobreza y marginación no se apartaban de la mente. Sentí un escalofrío la primera vez alguien me pidió dinero en un semáforo.
Entonces entendí el proceder de los visitantes cuando se enfrentan a esas realidades en México. Como el europeo hace suyo lo público en su país, cuando viene y ve a los indigentes pidiendo dinero en los semáforos piensa, aunque sea de modo abreviado: "si viviera en este País, yo podría estar pidiendo dinero en un semáforo". Para nosotros, absurdamente, no es así. Nos comportamos como si fuéramos de planetas distintos a las personas pobres.
La pandemia desatada por el virus A H1N1 es una ocasión inmejorable para cobrar conciencia de que las murallas sociales de este País son un lastre para el desarrollo -y aun para la seguridad- de todos.
La gran pregunta de estos días, ¿por qué en México hubo muertos y en otros lugares no?, seguramente tendrá parte de su respuesta en las deficiencias del IMSS para atender los casos ordinarios del día a día (no en el sistema de respuesta a emergencias, que fue muy bueno).
Todos sabemos que en el Seguro Social unos análisis o unas radiografías se agendan, ridículamente, para meses después de la consulta; que una cita con el médico familiar obliga a estar haciendo fila antes de las siete de la mañana, para ser atendido después de medio día; que muchas veces no hay medicamentos... pero nadie hace nada: los que no pueden ir con médicos particulares, porque no tienen de otra. Los que sí pueden, porque ilusamente creen que esos problemas no les afectan.
Los empleadores pagan cuotas elevadas, pero luego no exigen que el servicio sea bueno. Mientras tanto, los derechohabientes han desarrollado una nefasta, pero comprensible cultura de aguantar lo más posible antes de ir con médico. Esta cultura es la primera sospechosa de ser la responsable directa de las muertes.
El virus A H1N1 resultó ser tratable con medicamentos disponibles, y menos contagioso y mortal de lo que se sospechaba. Pudo no ser así.
Si hubiera resultado más agresivo, de nada hubieran servido a las personas económicamente acomodadas los hospitales privados, porque el contagio sólo se detendría tratando a todos. Al fin y al cabo todos vivimos juntos, y el lugar que ocupamos en la sociedad tiene algo de fortuito.
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